sábado, 27 de agosto de 2011

Decirte hola

Podía haber dicho a mi jefa que no podía empezar más tarde, que tenía prisa y quería salir a mi hora. Podía no haberme entretenido y no haber dedicado más tiempo del que me correspondía. Podía no haber tomado el camino largo para coger el metro. De hecho, podía haber intentado coger el último autobús. Podía haber ido a ritmo más rápido en lugar de ir tranquilamente disfrutando de la buena temperatura de la noche de finales de agosto. Al llegar al andén, podía haberme colocado más cerca del principio o del final del tren.
Pero no, llegué a coger ese metro precisamente, y me coloqué en ese punto exacto del andén. Y cuando se abrieron las puertas, me tropecé con tu mirada. Y sin pensarlo me senté justo en el asiento frente al tuyo. Como guiado por un impulso.
Y la gente subía y bajaba a cada parada. Y tú y yo nos esquivábamos las miradas. Cuando éstas tropezaban, las desviábamos como si las empujase un resorte. Como los polos de dos imanes que, al acercarse, salen disparados en direcciones opuestas.
Tú salías de fiesta, tu ropa te delataba. Te habías arreglado, te habías peinado, habías elegido los complementos, ningún detalle había sido dejado al azar. Y yo… yo con un sombrero ridículo que había utilizado esa misma noche, y mi bolsa con la ropa del trabajo.
Y esa duda de… ¿dónde se bajará? Y las miradas seguían tropezando. Tú con una sonrisa burlona y tranquila, y unos ojos que no sabría decir si eran verdes o azules. Y yo… yo son sin saber ya a dónde mirar.
Y anunciaron la parada. Tú te pusiste en pie inmediatamente, aún dentro del túnel, cómo anunciando “oye, yo me bajo en esta”. Y yo… yo esperé a salir del túnel, y mientras el vagón iba frenando me puse también de pie, y me coloqué a tu lado. Y comprobé también habías seleccionado el perfume para una noche de fiesta.
Se abrieron las puertas, y tras un segundo de duda, tú saliste. Yo salí detrás de ti, te seguía un par de pasos por detrás.
Y subimos los largos tramos de escaleras mecánicas. Pero no con prisa. Nos deleitamos en dejar que las escaleras nos subieran. Tú mirabas hacia abajo en lugar de mirar, como solemos, hacia arriba, hacia nuestro destino. Y yo… yo apenas me atrevía a levantar la mirada. Cuando lo hacía, volvíamos a tropezarnos y a esquivarnos.
En el último tramo arriesgaste, miraste fijamente. Y yo… bueno, yo intenté vencer ese resorte y mantener también mi mirada. Confieso que me costó hacerlo durante tantos segundos.
Y las escaleras se acabaron, y había que salir a la superficie… al mundo real. En cuanto pisaste la acera, tú frenaste, y te echaste a un lado… y miraste de reojo hacia mí, como preguntándome cuáles serían mis siguientes movimientos.
Y tú te quedaste ahí, junto a la boca del  metro, esperando a tus amigos que llegaban más tarde que tú. Y yo… yo dudé, te miré de soslayo… y casi a cámara lenta emprendí el camino hacia mi casa. Esperé un semáforo que podía haber cruzado en rojo sin peligro. Y cuando por fin el muñeco se puso en verde, me giré. Tú seguías en el mismo lugar, esperando de pie, sin moverte. Te miré un segundo… y crucé la calle. Llegué a la otra acera, me giré una última vez… y tú seguías ahí, con mirada de impotencia.
Y comencé a caminar. A paso muy lento. Confieso que en el camino me giré más de una vez, por si hubieses decidido hacer esperar a tus amigos y buscarme para decirme “hola… solamente necesitaba decirte… hola”. Pero no volví a verte.
Y a mí me hubiese gustado rebobinar. Tener una mirada más valiente, más decidida. Haberme acercado a ti. Haberte dicho, simplemente…
“hola… necesitaba decirte… hola”.

jueves, 4 de agosto de 2011

Así, no.

En estos días se están diciendo muchas cosas, a favor y en contra, de la visita del Papa. Muchas veces se cae en argumentos excesivamente viscerales, y por eso he decidido plantearme la cuestión desde un punto de vista lo más racional posible.
Personalmente, y para que nadie se lleve las manos a la cabeza antes de tiempo, expreso mi más profundo respeto a las creencias individuales. Allá cada uno y su fe: tú me respetas, yo te respeto.
Que venga un líder religioso me parece estupendo, y que los que compartan su doctrina vayan a verle y recen juntos, también. El asunto se vuelve espinoso cuando, en mayor o menor medida, se está implicando dinero público (es decir, de todos nosotros, católicos o no) en esta visita. Además del hecho de que durante varios días la ciudad se pondrá patas arriba, se cortarán arterias fundamentales, etc.
Y el problema es que no me queda muy claro quién viene: si un Jefe de Estado o un líder religioso. Ambos argumentos se esgrimen cuando se defiende su visita y que se haga de la manera en que se va a hacer.
Bien, pongamos el primer caso: es Jefe de Estado. Y ahora analicemos el jefe de qué estado. Para empezar, es un estado donde la democracia tiene una presencia bastante dudosa. Donde se discrimina por cuestiones de género (básicamente la mujer queda relegada a un segundo lugar). Donde la homofobia es una norma de comportamiento. Con un líder que ha intentado ocultar casos de pederastia entre su gente, y cuando estos han salido a la luz ha intentado evitar que se les juzgue. Un líder que, negando el uso del preservativo, condena a muerte a millones de personas en todo el mundo. Un líder que, públicamente, ha criticado leyes aprobadas democráticamente por nuestras cortes, llamando a la desobediencia civil de los españoles. Mostrando con sus actitudes discriminatorias y de condena a nuestras leyes civiles un total desprecio hacia nuestra Constitución, que viene a ser algo así como la norma básica de nuestra convivencia democrática (repetido constantemente por aquellos que ahora tanto defienden esta visita). Con todo esto, me pregunto: ¿debemos recibir con honores a un Jefe de Estado así, y además desembolsar importantes cantidades de dinero en medio de semejante crisis? Si se tratase de un dictador de algún país árabe, muchos se echarían las manos a la cabeza. ¿Son tan diferentes unos y otros?
Si a quien estamos recibiendo es únicamente a un líder religioso, me parecerá estupendo que haga las misas que quiera. Que representantes políticos y de la familia real le visiten A TÍTULO PERSONAL. Pero en un estado aconfesional como el nuestro, no quiero que dinero de mis impuestos sufrague estos actos, ni que mis representantes le hagan honores, ni que ponga patas arriba mi ciudad para lanzar proclamas que atentan contra mi modelo democrático de convivencia civil. Me parece muy bien que el setentaytantos por ciento de los españoles se declaren católicos. Pero que yo sepa, la mayoría de ellos no cumple con sus obligaciones católicas semanales, y seguramente la propia visita de este señor les importe bastante poco. Que hagan una colecta entre todos ellos, y ya veremos cuántos aportan algo de dinero para costear todo esto. Pero, insisto, si es una figura meramente religiosa, NO con el dinero de todos los españoles.
Como vía de justificación, muchos alegan el beneficio económico que estas jornadas nos dejarán. Pues bien señores míos, como muestra un botón: sé de primera mano que están recorriendo muchos negocios de hostelería de la ciudad pidiendo que den de comer GRATIS  a las personas que vengan de fuera con el Papa. Sí, a esos mismos hosteleros que están intentando salvar sus negocios en medio de esta tormenta económica. Esos mismos a los que se les vende la moto de que esta visita va a traer beneficios.
Insisto: cada uno es libre de creer lo que quiera, y tendrá todo mi respeto. No juzgo eso. Ni juzgo que haya quien quiera que venga este señor a visitar nuestro país y a dar una misa. Pero así, no.